Tuesday, December 8, 2015

Encuesta

Esta es una prueba

Wednesday, February 25, 2015

La verdad es un territorio sin caminos


Mi interés por Krishnamurti comenzó en 1986 cuando me enteré de su muerte. El párrafo más reproducido de este filósofo de la India  acompañaba la noticia de la revista: “La verdad es un territorio sin caminos y no podemos llegar hasta allí por ningún sendero, religión o doctrina… No es posible organizar la verdad ni se deben conformar instituciones para dirigir o coaccionar a la gente hacia un rumbo predeterminado”. Si, como considera este columnista,  la aseveración de Krishnamurti es correcta ¿por qué existen tantos dogmas religiosos y tantas doctrinas políticas que quieren adueñarse de la ‘verdad’?
Mi entusiasmo por los escritos de este pensador fue mayor. Leí su biografía (dos tomos de la británica Mary Lutyens), compré una docena de sus libros, estudié y analicé cinco de ellos, hojeé los restantes… Cuando compartí con alguien mi aventura intelectual, su crítica fue mordaz: “No me interesa un autor que necesita tantos volúmenes para presentar su pensamiento”. Mi amigo me sacudió pues, en verdad, suena paradójico escribir extenso sobre un recorrido que carece de mapas, direcciones o distancias.
¿Perdí mi tiempo? De ninguna manera. Releyendo al escritor hindú, primero, y siguiendo las enseñanzas del Buda, después, salí de mi confusión. Los discursos de Krishnamurti (muchos de sus libros fueron transcripciones de ellos), al igual que los del Buda, lejos de especular sobre teorías, son invitaciones a la observación del contenido de la mente por quienes les interrogan; en el instante mismo de los diálogos cada oyente puede paralelizar por sí mismo la introspección que sugiere el expositor. Otro tanto podemos hacer los lectores. La auto-observación, me di cuenta entonces, es algo que poco practicamos.
¿Cuál es el territorio de la ‘verdad’ de Krishnamurti? “El hombre es un anfibio que vive en dos mundos: el mundo de lo dado (materia, vida y consciencia) y el mundo de los símbolos, el fabricado por el mismo hombre (lenguaje, matemáticas, música, pintura, rituales…). Sin los símbolos no habría arte, ciencia o filosofía, ni siquiera habría civilización: Seríamos animales”, dice Aldous Huxley en el prólogo de algún libro de Krishnamurti. Desafortunadamente, agrega el escritor inglés, ciertos símbolos en el dominio de la religión y de la política,  cuando actuamos en respuesta a ellos, llevan a los humanos a utilizar las mismas fuerzas que han desarrollado “como instrumentos para el asesinato en masa y el suicidio colectivo”.
Gracias al mundo de los símbolos, hemos comprendido una porción importante del mundo de lo dado. Sin embargo, mientras que los científicos ya entienden someramente la materia y tienen atisbos de lucidez en el funcionamiento de la vida, son completos ignorantes en el campo de la consciencia. La porción del mundo de lo dado que los científicos todavía no dilucidan es el ‘territorio sin caminos’ del sabio hindú. Es allí donde algunos segmentos del mundo de los símbolos -los dogmas religiosos y las doctrinas políticas- encuentran un campo fértil para apropiarse de él, con los resultados trágicos que conocemos.  
¿Cuáles son nuestras verdades hipotéticas aún no comprobadas? ¿Las que aprendimos de nuestros padres? ¿Las que nos enseñaron en la escuela? ¿Las que copiamos de nuestros amigos de juventud? ¿Las que leímos en algún texto persuasivo? ¿Las que escuchamos de algún expositor locuaz? Respondamos con cautela pues solo la mente silenciosa puede ser imparcial.
“Hay verdades que, cuando se repiten, pueden convertirse en mentiras”, dice Krishnamurti. Y agrega: “Tomemos como ejemplo el sentimiento del amor. ¿Podemos repetirlo? Cuando escuchamos ‘amad a vuestro prójimo’, ¿es eso una verdad para nosotros? Sólo es verdad cuando en realidad amamos al prójimo;  las palabras pueden ser repetidas pero no el amor. Sin embargo, casi todos nos sentimos contentos con la insistencia de ‘amad al prójimo’. La repetición de muchas ideas no es la verdad.
Los líderes religiosos en sus sermones y los dirigentes políticos en sus arengas son repetidores de lo que leyeron en sus textos sagrados o en sus manuales doctrinarios (cuando no en sus cuentas bancarias). ¿Considera usted, amable lector, que su doctrina religiosa o su credo político constituye  la ‘verdad’? Si así es, relea, por favor, la cita inicial de Krishnamurti y pregúntese, dejando de lado los sesgos de crianza y educación, ¿sería esta su ‘verdad’ si usted hubiera sido entregado en adopción a unos padres extranjeros, en el otro extremo del planeta, cuando era apenas un recién nacido? 
 
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
http://www.harmonypresent.com/Armonia-interior

Sunday, February 22, 2015

¿Por qué tan poca gente medita?


“Supongamos que hubiera una píldora que si la tomáramos a diario nos reduciría la ansiedad y el estrés. Supongamos, además, que esta píldora aumenta la autoestima, mejora la memoria, es natural y no cuesta nada. ¿La tomaría usted? Esta píldora existe y se llama meditación.”  La pregunta la hace el psicólogo social Jonathan Haidt en su libro ‘La hipótesis de la felicidad’. Si así es, ¿por qué tan poca gente utiliza semejante medicina?
Disculpas abundan. La más común –no logro concentrarme– es, en verdad, la mejor razón para sí meditar. Los deseos desordenados y las aversiones, que conforman nuestro ego redundante, son la causa de la resistencia. El inquieto y mandón ego redundante –“el mico en el bosque”, del Buda; “la voz en su cabeza que pretende ser usted”, de Eckhart Tolle; “las maripositas de las noches, importunas y desasosegadas”, de Santa Teresa de Ávila– se resiste a meditar.
Tras anular a nuestro ser esencial, básico y autónomo, el ego redundante nos priva de libertad de acción; él toma todas las decisiones. ¿Qué hace la meditación de atención total?  Sencillo: su práctica continuada reduce el tamaño del ego redundante y termina controlándolo, cuando no aniquilándolo.

La meditación de atención total fue desarrollada por el Buda hace veinticuatro siglos. En su versión básica, el meditador, con los ojos cerrados, permanece sentado e inmóvil en una posición cómoda y en un lugar tranquilo, por tanto tiempo como le sea posible, observando imparcialmente su respiración y retornando su atención a ella, cada vez que su mente se distrae. Existen otras aproximaciones a la meditación (raja yoga, zazen, transcendental…); estas, sin embargo, son ‘pastillas de menor potencia’. La meditación de la atención total es parte de la receta del Buda para eliminar el sufrimiento, –la ansiedad y el estrés, en terminología moderna–. Armonía interior, el destino automático de la meditación, es la ausencia de sufrimiento.
Las ciencias neurológicas están comenzando a entender el funcionamiento de la meditación. Las neuronas no funcionan aisladamente sino que se organizan en conjuntos o circuitos que procesan tipos específicos de información. Unos grupos ordenan tareas o aumentan su actividad (circuitos excitadores); otros las detienen o disminuyen su ímpetu (circuitos inhibitorios).
Desde el punto de vista fisiológico, la meditación de atención total es un ejercicio de quietud física (la parte fácil) y silenciamiento mental (la parte difícil) y, como tal, es un entrenamiento intensivo de los circuitos inhibitorios, que nos aquietan y apaciguan. Siguiendo la regla común de ‘función que no se usa, función que se atrofia’, los circuitos inhibitorios neuronales, cuando son desaprovechados o ignorados, se emperezan o paralizan, y suspenden su función saludable de control.
Por ejemplo, si continuamos comiendo encontrándonos ya llenos, estamos pasando por alto el circuito inhibitorio que nos dice “¡suficiente!”. Si atravesamos por un incidente amenazador y seguimos asustados tiempo después del evento, estamos ignorando al circuito que nos ordena “¡ya cálmese!”. Cuando los ‘vigilantes’ inhibitorios registran que no les hacemos caso, se aburren y paran de trabajar. ¿Resultado? Gula, sobrepeso, tensión arterial alta, cardiólogo… O miedos infundados, traumas, pánicos compulsivos, psicoterapeuta…
La práctica de la meditación de atención total enciende y apaga repetida e intensivamente los circuitos inhibitorios (divagando, inhibición inactiva; concentrado, inhibición actuando) y, en una especie de calistenia neuronal, los retorna a su funcionalidad normal. Entonces, el goloso se sentirá  satisfecho tan pronto haya comido lo normal y el miedoso se calmará cuando los peligros hayan pasado.
Con la práctica persistente de la meditación de atención total, varias cosas comienzan a suceder: (1) la meditación se vuelve una tarea agradable y un hábito que no demanda esfuerzo para encontrarle tiempo; (2) el meditador entra  en niveles más y más profundos de silencio mental; (3) la facultad de la atención se fortalece; (4) la salud mejora. Estos progresos  simplemente ocurren y, sin buscarla ni darnos cuenta, la armonía interior se cuela de manera espontánea en nuestra vida.
Mientras la mente de una persona esté en manos del ego redundante ni las enseñanzas del Buda ni la neurología la convencerán de las ventajas de la meditación. El interesado tiene que lanzarse al agua. A punta de lógica no se persuade al ego redundante. No se limite pues, amigo lector, a ensayar la píldora… Sin pensarlo mucho, empiece a tomársela todos los días.
Gustavo Estrada
Autor de ´Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/Armonia-interior

Friday, July 25, 2014

Pasión futbolística y tribalismo

Gocé más allá de mis expectativas los dos partidos iniciales de la Selección Colombia  (con Grecia en Belo Horizonte y con Costa de Marfil en Brasilia) durante la reciente Copa Mundo 2014. Jamás había presenciado  tanta ‘colombianidad’ como la de los millares de coterráneos que viajaron a Brasil: abrazos a diestra y siniestra, fotos con desconocidos que jamás veremos de nuevo, sonrisas permanentes, saludos efusivos de extraños… “¡Tómese un aguardiente, señor!”  Y ni hablar de las celebraciones de los cinco goles que viví en espacio y tiempo reales. Me cuentan, para mi satisfacción, que en el suelo patrio el júbilo fue similar aunque opacado por numerosos desafueros. ¿De dónde provienen tan positivo regocijo y tan reprochable agresividad? Escarbemos un poco las ciencias evolutivas.
En los remotos ambientes hostiles, milenios y eras atrás, aquellos primitivos, cuyas mutaciones genéticas favorecían la cohesión grupal, tuvieron mayores probabilidades de sobrevivir y dejar descendencia. Los huraños, en cambio, poco lograban ‘casar’ parejas para reproducirse o ‘cazar’ presas cuyas proteínas  aumentarían con el tiempo el tamaño de su cerebro (factor este determinante en el desarrollo de las cualidades mentales superiores). Los sociables, no los solitarios, fueron nuestros ancestros. Como consecuencia de la selección natural, los humanos somos organismos grupales y la necesidad de pertenencia es una característica innata.
Las conflictos de hace millones de años (que suponen los antropólogos) y los de milenios recientes (respaldados por rastros históricos) casi siempre se originaron en disputas territoriales por los mejores recursos alimenticios. En tales batallas, que aún hoy se repiten, los bandos más acoplados –los más aglutinados- triunfaron y dieron lugar a la  multiplicidad existente de tribus y etnias. En los combates primitivos, los derrotados apenas sobrevivían  y la victoria –la única alternativa para continuar existiendo- generaba en los triunfadores, por supuesto, una felicidad arrobadora.
La modernidad nos ha llevado a ser menos guerreros. Así un bombardeo aéreo o un ataque terrorista cobren en segundos más vidas que una  hueste primitiva en semanas,  el mundo contemporáneo, comparado con el pasado lejano, es  un ‘remanso de paz’. “Créanlo o no -y sé que muchos no lo creerán- la violencia ha decrecido a través del tiempo, y hoy podemos estar viviendo en la más pacífica era de la existencia de nuestra especie”, declara el científico cognitivo Steven Pinker en su libro “Los mejores ángeles de nuestra naturaleza”.
No obstante progreso y milenios, nuestro cerebro se comporta de la misma forma que el de los distantes antecesores del Homo sapiens y, esencialmente, seguimos siendo tribales. Las banderas, los uniformes, las pinturas faciales y las consignas de los fanáticos de un equipo deportivo actual deben ser similares a los de nuestros lejanos antepasados cuando se lanzaban al ataque. No es de extrañar, consecuentemente, que  las multitudes disfrutemos tanto las victorias de nuestro equipo -la ‘tribu’ alrededor de una camiseta- o de nuestro país -el gran clan de la patria-. Y que, con el alcohol o con otro neutralizador de la inhibición, demos rienda suelta a la violencia tribal, sea que ganemos o salgamos derrotados.
¿Habría yo –habría toda la patriótica afición- disfrutado tanto el Mundial 2014 si la actuación de nuestra selección hubiera sido inferior? Desde luego que no. Milenios atrás ‘triunfo’ era ‘supervivencia’ y ‘derrota’ significaba ‘muerte’. Metafóricamente es igual en el fútbol. Gracias a un gran equipo, la felicidad ancestral invadió a los colombianos y aún en el descalabro frente a Brasil nos sentimos mejores. Por unos cuantos días todos fuimos felices y el apego a nuestra bandera nos permitió gozar en serie de cuatro éxitos extraordinarios.
El riesgo de sufrir derrotas deportivas es altísimo y toda competencia tiene al final más caras largas que sonrientes. Como sucedió en la evolución de las especies, únicamente los más aptos –los más estables- sobrevivieron y solo un país entre treinta y dos alcanzó la satisfacción definitiva en la Copa Mundo. Las alegrías que nos proporcionó la Selección Colombia, consecuentes con nuestro instinto tribal, fueron inmensas. Los desmanes que ocurrieron alrededor de los triunfos o de la derrota también fueron subproducto inaceptable del tribalismo que nos queda de nuestros antepasados remotos. Y, por supuesto, también consecuencia de los aguardientes que, como el que me ofreció el compatriota desconocido en Belo Horizonte, desinhibieron los saludables controles culturales que nos ha sembrado el progreso y que, según Steven Pinker, son los causantes de la disminución de la violencia.
Gustavo Estrada
www.harmonypresent.com

Tuesday, July 1, 2014

¿Por qué es tan difícil ser imparcial?

En una nota reciente sobre la extrema polarización existente en Colombia entre los partidarios de Álvaro Uribe y sus contradictores, este columnista buscó cuidadosamente ser imparcial. Según los resultados de una encuesta alrededor del escrito y los correos electrónicos que recibió, menos de la mitad de los lectores consideraron que su intención había sido exitosa. Un significativo 44% de quienes respondieron la encuesta y casi todos los mensajes -algunos objetivos, muchos otros bastante apasionados- juzgaron que la nota estaba sesgada a favor del ex presidente. “Su escrito es un intento de imparcialidad estrepitosamente fallido”, anotó un lector, y otro más, como consecuencia del ‘uribismo’ de la columna, solicitó la remoción de su correo electrónico del directorio del autor.

Imparcialidad es la falta de designio anticipado o de prevención en favor o en contra de alguien o algo, que permite juzgar o proceder con rectitud; esto es lo que dice el diccionario de la academia. En la práctica, sin embargo, ser imparcial es mucho más difícil de lo que aparenta la definición pues, sin darnos cuenta, tendemos a calificar de imparciales a las opiniones que coinciden con las nuestras y de sesgadas a aquellas que no. ¿Por qué nos es tan difícil ser neutrales? Sencillo y complicadísimo: Por la forma cómo el cerebro codifica nuestro consciencia del ‘yo’.

Cuando expresamos una opinión -mi opinión-, casi siempre decimos ‘yo’ creo, ‘yo’ concluyo, ‘yo’ sé, o alguna declaración parecida; ‘yo’ es el pensador, el erudito, el sabihondo… Las opiniones son pensamientos y ‘mis’ pensamientos son fruto inevitable de todos los conocimientos, condicionamientos, creencias y experiencias que se han acumulado en nuestro cerebro desde cuando éramos niños, la gran mayoría de ellos sin que ‘yo’ autorizara, interviniera o me diera cuenta. Poco o nada memorizamos de nuestros tempranos años de infancia porque el rompecabezas del ‘pensador’ apenas se estaba armando y, en consecuencia, el ‘yo’ recordador todavía no existía.

Los registros acumulados en la corteza cerebral edifican las premisas sobre las cuales se fundamentarán nuestras conclusiones, las cuales, a su vez, serán nuevas premisas que reforzarán las preferencias y prejuicios en el ‘yo’ juzgador. Los pensamientos construyen al pensador, y no al contrario. Tales premisas se convierten en una ‘verdad’ que es parte integral del mi ‘yo’; todo lo que discrepe de mi ‘verdad’ –de mi religión, de mi patriotismo, de mi doctrina, de la postura política de mi candidato…- es falso.

Sin necesidad de referirse a registros cerebrales, el filósofo J. Krishnamurti había expresado ideas similares desde décadas atrás: “Puesto que el hábito de pensar de acuerdo con ciertos patrones está grabado en nuestra mente, cualquier intento mental de rebelarnos contra tales patrones está regido por los mismos, al igual que un prisionero que (sujeto a la voluntad del carcelero) se rebela para solicitar mejor alimentación… pero siempre desde adentro de la prisión”. Y en otro discurso agrega el sabio hindú: “La verdad debemos buscarla en el entendimiento del contenido de nuestra propia mente…”  No podemos pues ser imparciales -no podemos ser libres- dentro de la prisión de nuestros condicionamientos mentales.

Después de alguna charla de J. Krishnamurti, una admiradora se aproximó al sabio hindú para expresar adhesión a sus enseñanzas. “Soy su seguidora incondicional”, dijo ella con intención aduladora. La respuesta del filósofo desconcertó a la espontánea seguidora: “Usted no ha entendido nada de lo que he explicado”.

La imparcialidad solo puede pues surgir cuando llegamos a la raíz de nuestras opiniones, que se encuentra en nuestras creencias y nuestras doctrinas; es de allí de dónde surgen nuestras convicciones inflexibles. La comprensión intelectual de las enseñanzas de Krishnamurti es relativamente sencilla; su asimilación íntima, sin embargo, requiere la observación cuidadosa y permanente de los mecanismos y artimañas de nuestra mente para llegar hasta los orígenes de nuestros sesgos y prejuicios. Solo entonces podremos calificarnos de imparciales. Antes de ello, seremos apenas seguidores incondicionales. Así presumamos de objetivos.

 

Gustavo Estrada
Atlanta, Junio 30 de 2014

Monday, June 9, 2014

La polarización entre uribistas y antiuribistas


La moral -la bondad o maldad de un evento- no está en el acto mismo y casi nunca depende del hecho escueto. “No existe nada bueno ni malo; es el pensamiento humano el que lo hace aparecer así,” dijo Hamlet. De esta subjetividad proviene el éxito del dilema del tren, el experimento mental que desarrolló la filósofa de la ética Philipa Root en 1967, para ‘jugar’ con conjeturas irrealizables. Esta nota gira alrededor del dilema del tren y de Álvaro Uribe, ángel y demonio permanente en la escena política colombiana reciente.

El dilema del tren es un recurso de la imaginación que, mediante la generación de circunstancias ficticias, nos permite especular sobre la bondad o maldad de ciertas acciones en situaciones hipotéticas. Miremos las dos variaciones más comunes de este juego mental, en las cuales una locomotora corre descontrolada por una vía donde trabajan cinco obreros quienes, ignorantes de la amenaza, morirán inevitablemente.  

En el primer escenario, usted está en una cabina desde la cual, accionando un botón, desviará el tren hacia otra carrilera, en la que labora solo un obrero quien, por supuesto, perderá la vida a cambio de la de los otros cinco operarios. ¿Oprimiría usted el botón? En un estudio de Harvard, nueve de cada diez interrogados contestaron afirmativamente pues así se salvarían cuatro vidas.

En el segundo escenario, usted está en un puente peatonal, por debajo del cual pasará la misma locomotora, y allí también se encuentra un obeso descomunal cuyo enorme peso sería suficiente para detener la máquina o descarrilarla. ¿Empujaría usted al gordo? A pesar de que el canje de vidas es idéntico (un muerto versus cinco sobrevivientes) esta vez solo una de cada diez personas dijo que sí lo haría.

¿Qué tiene que ver esto con Álvaro Uribe, cuyos devotos seguidores lo adoran mientras que sus acérrimos detractores lo abominan? No hay aguas tibias ni opiniones intermedios alrededor de este político. Repasemos primero un poco de historia.

Cada año, entre 1999 y 2002, ocurrieron en Colombia, centena más, centena menos, 28.000 asesinatos y 3.000 secuestros. Después del primer gobierno de Uribe estas cifras descendieron, entre 2007 y 2010, a 16.500 asesinatos y 390 secuestros, también promedios anuales. Esto significa que, en los cuatrienios comparados (2007-2010 contra 1999-2002), 46.000 personas (11.500 anuales) no perdieron su vida en asesinatos y 6.440 (1.610 anuales) no perdieron su libertad.      

No todas las noticias alrededor del líder antioqueño son positivas. Para promover la efectividad de las acciones que combatían a guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes y demás delincuentes, el gobierno creó unos premios por ‘bandido controlado’ que fuera ultimado en combate o capturado. Estos incentivos se salieron de control y llevaron a numerosas ‘ejecuciones extrajudiciales’ de personas inocentes, presentadas luego como insurgentes. Los uribistas hablan de casos aislados; los antiuribistas sostienen que fueron más de mil cuatrocientos.

Además de los éxitos en seguridad, Uribe obtuvo otros notables logros durante sus ocho años. Sin embargo, también muchas otras manchas oscurecieron su gobierno: Los hijos del ejecutivo se enriquecieron desmesuradamente; los programas gubernamentales de fomento agrícola favorecieron a quienes no los necesitaban; las intervenciones telefónicas acabaron con la vida privada de muchas personas…

¿Cómo ayuda el dilema del tren a entender la polarización de la opinión alrededor del controvertido caudillo? Invito a los lectores a que respondan las preguntas de los escenarios arriba descritos. Para sus seguidores, digo yo, Uribe solo oprimió botones que generaron muertes en un lado y salvaron vidas en otro. Dado que pocos tienen reservas sobre la moralidad de tal acción, ellos respaldan incondicionalmente a su jefe.

Para los enemigos de Uribe, también digo yo, este nunca hundió botones para manipular rieles sino que asesinó gordos inocentes, quienes nunca supieron por qué los mataron. Como porción del noventa por ciento que jamás empujarían a alguien a la muerte, los antiuribistas, ‘dueños de la moral’, odian a quienquiera que se atreva a hacerlo.

Las polarizaciones políticas son frecuentes y los medios contribuyen a radicalizarlas. El dilema del tren es apenas una invitación a reflexionar que puede llevarnos, en casos como el colombiano, hasta eventos muy reales y muy tristes, cercanos a las ficciones más hipotéticas.

Gustavo Estrada
www.harmonypresent.com

Sunday, May 18, 2014

La sabiduría de la naturaleza



Los seres humanos poseemos la capacidad de ajustar nuestros controles vitales a fin de mantener la funcionalidad de cada órgano y así conservarnos vivos. Gracias a esta capacidad, por ejemplo, la temperatura del cuerpo se sostiene en 36.8 °C, la alcalinidad de la sangre gira alrededor de 7.4… Y buena parte de los desarreglos de salud (infecciones, indigestiones, heridas menores…) se reparan sin intervenciones externas.

¿Por qué ignoramos tan extraordinaria cualidad y acudimos con tanta frecuencia a recursos externos (médicos, drogas, pociones, tratamientos…), si la gran mayoría de las veces nuestro organismo podría recuperarse espontáneamente? Los pacientes -los responsables de decir ‘no’ a los remedios y al bisturí- con la complicidad de los profesionales de la salud somos los principales culpables.

Comencemos con los pacientes. El mundo moderno no solo es exigente con nuestro tiempo -dizque no podemos darnos el lujo de enfermarnos- sino que los analgésicos nos volvieron demasiado flojos para el dolor. Afanes y malestares por igual nos generan estrés y las tres cosas juntas -urgencias, dolencias, angustias- convierten un mal menor en un martirio que requiere clínico.

Y sigamos con los médicos. Como odiamos que nos digan que nuestros problemas están en la cabeza, el doctor tiene que recetarnos al menos una sustancia, mandarnos unos cuantos exámenes, o remitirnos a varios especialistas; sin falla alguna, estos cerebros nos han de descubrir alguna enfermedad con nombre raro. Si el facultativo escogido estuvo recientemente en un congreso en Houston, o acaba de comprar un sofisticado equipo para un tratamiento novedoso pues… Estaremos sufriendo de algún síndrome recién identificado o necesitaremos el procedimiento que ejecuta el flamante aparato. Parafraseando al psicólogo norteamericano Abraham Maslow, “cuando la única herramienta disponible es una tecnología, todos los problemas se parecen a los que esa tecnología resuelve”. (El doctor Maslow habló de ‘martillo’ y ‘clavos’).

Me inclino ante los prodigios de la medicina moderna; sus desarrollos en las últimas décadas están más allá de la imaginación. Me gusta, sin embargo, recalcar que la vida es un portento aún mayor y su misterio siempre será motivo de asombro. Por ello me encantan los médicos que encuentran bien a sus pacientes y, arriesgándose a demandas, logran convencerlos de ello. Si algún galeno me ubica un problema que requiere cirugía, pues busco otro profesional que le lleve la contraria.

Con el apoyo de segundas opiniones le he sacado el cuerpo, literalmente, a más de media docena de intervenciones: Una de columna por una hernia discal (que luego se arregló con la ayuda de un quiropráctico coreano); un recorte de tibia y peroné, dizque para corregir un problema de rodilla en la otra pierna (la cual se reparó a punta de ejercicio); una criocoagulación ocular para prevenir un desprendimiento de retina (que un competente retinólogo contradijo); un tratamiento con láser recomendado por un médico caleño con el cual mi oftalmólogo bogotano estuvo en desacuerdo… 

Este último profesional, fiel al juramento hipocrático y tras enfatizar que no era tan agresivo en los tratamientos como su colega de Cali, pronunció durante mi consulta una frase, digna de ser enmarcada, que cerró con una burlona sonrisa: “La naturaleza funciona perfectamente hasta cuando los médicos intervenimos.” 

¿Qué podemos hacer los pacientes para corregir nuestra dependencia de médicos y medicinas? Pues ser ‘pacientes’ con la naturaleza, como recomienda mi oftalmólogo bogotano. Debemos tener fe en nosotros mismos, en la capacidad de nuestro organismo para auto-repararse. “Tu fe te ha sanado”, repite con insistencia Jesús de Nazaret tras las numerosas curaciones que relatan los evangelios.

Escribe el antropólogo norteamericano John A. Denton, de ‘Eastern Kentucky University’, en una nota sobre los beneficios inciertos de muchos tratamientos: “Si para mi bienestar tuviera que escoger entre (la sabiduría de) los millones de años de evolución biológica de un organismo que se auto-regula (mi cuerpo) y los conocimientos de un médico, quizás sesgados, falsos o engañosos, me iría por la primera alternativa; a los doctores los busco solo en emergencias”.

Aunque tal postura puede sonar radical, la realidad incuestionable es que hay muchas acciones que sí podemos tomar antes de doblegarnos ante las drogas y los procedimientos formulados. Confiar con prudencia en la capacidad de auto-recuperación de nuestros sistemas orgánicos es la más importante de ellas.

Gustavo Estrada