En los remotos ambientes hostiles, milenios y eras atrás, aquellos
primitivos, cuyas mutaciones genéticas favorecían la cohesión grupal, tuvieron
mayores probabilidades de sobrevivir y dejar descendencia. Los huraños, en
cambio, poco lograban ‘casar’ parejas para reproducirse o ‘cazar’ presas cuyas
proteínas aumentarían con el tiempo el
tamaño de su cerebro (factor este determinante en el desarrollo de las cualidades
mentales superiores). Los sociables, no los solitarios, fueron nuestros
ancestros. Como consecuencia de la selección natural, los humanos somos
organismos grupales y la necesidad de pertenencia es una característica innata.
Las conflictos de hace millones de años (que suponen los antropólogos) y
los de milenios recientes (respaldados por rastros históricos) casi siempre se
originaron en disputas territoriales por los mejores recursos alimenticios. En
tales batallas, que aún hoy se repiten, los bandos más acoplados –los más
aglutinados- triunfaron y dieron lugar a la
multiplicidad existente de tribus y etnias. En los combates primitivos,
los derrotados apenas sobrevivían y la
victoria –la única alternativa para continuar existiendo- generaba en los
triunfadores, por supuesto, una felicidad arrobadora.
La modernidad nos ha llevado a ser menos guerreros. Así un bombardeo
aéreo o un ataque terrorista cobren en segundos más vidas que una hueste primitiva en semanas, el mundo contemporáneo, comparado con el
pasado lejano, es un ‘remanso de paz’.
“Créanlo o no -y sé que muchos no lo creerán- la violencia ha decrecido a
través del tiempo, y hoy podemos estar viviendo en la más pacífica era de la
existencia de nuestra especie”, declara el científico cognitivo Steven Pinker
en su libro “Los mejores ángeles de nuestra naturaleza”.
No obstante progreso y milenios, nuestro cerebro se comporta de la misma
forma que el de los distantes antecesores del Homo sapiens y, esencialmente, seguimos siendo tribales. Las
banderas, los uniformes, las pinturas faciales y las consignas de los fanáticos
de un equipo deportivo actual deben ser similares a los de nuestros lejanos
antepasados cuando se lanzaban al ataque. No es de extrañar, consecuentemente,
que las multitudes disfrutemos tanto las
victorias de nuestro equipo -la ‘tribu’ alrededor de una camiseta- o de nuestro
país -el gran clan de la patria-. Y que, con el alcohol o con otro
neutralizador de la inhibición, demos rienda suelta a la violencia tribal, sea
que ganemos o salgamos derrotados.
¿Habría yo –habría toda la patriótica afición- disfrutado tanto el
Mundial 2014 si la actuación de nuestra selección hubiera sido inferior? Desde
luego que no. Milenios atrás ‘triunfo’ era ‘supervivencia’ y ‘derrota’
significaba ‘muerte’. Metafóricamente es igual en el fútbol. Gracias a un gran
equipo, la felicidad ancestral invadió a los colombianos y aún en el descalabro
frente a Brasil nos sentimos mejores. Por unos cuantos días todos fuimos
felices y el apego a nuestra bandera nos permitió gozar en serie de cuatro éxitos
extraordinarios.
El riesgo de sufrir derrotas deportivas es altísimo y toda competencia
tiene al final más caras largas que sonrientes. Como sucedió en la evolución de
las especies, únicamente los más aptos –los más estables- sobrevivieron y solo
un país entre treinta y dos alcanzó la satisfacción definitiva en la Copa
Mundo. Las alegrías que nos proporcionó la Selección Colombia, consecuentes con
nuestro instinto tribal, fueron inmensas. Los desmanes que ocurrieron alrededor
de los triunfos o de la derrota también fueron subproducto inaceptable del
tribalismo que nos queda de nuestros antepasados remotos. Y, por supuesto,
también consecuencia de los aguardientes que, como el que me ofreció el
compatriota desconocido en Belo Horizonte, desinhibieron los saludables
controles culturales que nos ha sembrado el progreso y que, según Steven
Pinker, son los causantes de la disminución de la violencia.
Gustavo
Estrada
www.harmonypresent.com
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