Los creacionistas afirman
la existencia de un Ser Superior, formado a imagen y semejanza del hombre,
quien es hacedor y comienzo de todo lo terrestre y todo lo sideral. Según
ellos, las maravillas del cosmos y la perfección de sus detalles no son, no
pueden ser, fruto de la casualidad y, por lo tanto, tiene que haber un Creador
detrás de ellas. Los ateos, en el otro extremo, con una posición tan radical
como la de los creacionistas, niegan de plano cualquier idea de un Ser Supremo.
Cual verdad revelada, Dios no existe. Y punto.
Los agnósticos no
aceptamos ni negamos a Dios. Como no hay pruebas racionales ni conocimientos
suficientes en ninguna de las dos direcciones, la pregunta de su existencia nos
tiene sin cuidado pues desconocemos la respuesta. Siendo Dios una noción tan
abstracta, su realidad o ficción dependen demasiado de cómo tratemos de
aterrizar la definición. Dios podría estar inmanente en todas las cosas, como
sostienen los panteístas. O quizás podría tener múltiples manifestaciones en deidades
menores (el amor, la guerra, la sabiduría…) como en la mitología griega.
Dios también podría ser un
súper-conjunto de leyes (que quizás nunca comprenderemos completamente), similares
a la fuerza de la gravedad. Cada principio operaría de forma indiscriminada sobre
todos los cuerpos y, sin embargo, al igual que la gravedad, jamás se preocuparía
de si quien cae desde un quinto piso por la atracción de la Tierra es un inocente
bebé que gateaba por el balcón o un asesino que se escabullía después de cometer
algún crimen. Este súper-conjunto impulsaría y regiría todos los cambios.
En los fenómenos del
universo, cada desequilibrio -físico, químico, biológico, social- genera
fuerzas que luego desplazan a la entidad afectada hacia un nuevo balance. Los reajustes pueden durar segundos o siglos;
la naturaleza nunca tiene afán. La supervivencia de lo estable determina las
entidades -astros, moléculas, bacterias, seres complejos, sociedades- que han
de perdurar… Hasta la siguiente perturbación.
Los creacionistas argumentan
que, cómo no puede haber pinturas sin pintores, edificios sin constructores o
carros sin fabricantes, tampoco sería posible la existencia de flores hermosas,
niños inocentes, cerebros geniales o sistemas planetarios si no hubiera un Hacedor
de tales portentos; semejantes maravillas, dicen ellos, no pueden ser resultados
del azar.
El razonamiento,
intencionalmente incompleto, excluye las anomalías violentas de la materia y,
dado el silencio al respecto, estas sí serían accidentales pues el Ser Supremo allí
no interviene para evitarlas, sean ellas un gran estallido estelar (una
supernova) o un terremoto (la ruptura repentina de placas tectónicas). No
encuentro incompatible mi agnosticismo con mi incredulidad en tal Ser Supremo, autor
y causa de lo perfecto, y testigo cómplice de los desastres naturales y las maldades
humanas.
No podría aceptar la
existencia de un Ser Superior que se limita a presenciar el tsunami del Océano
Indico o las destrucciones atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Menos aún cabe en mi cabeza -y aquí brota mi
dolor íntimo- divinidad alguna que permita los actos del terrorismo islamista
como el de Amenas, Argelia, donde murió mi hijo el pasado enero.
Mi agnosticismo prefiere
adherirse a la interpretación de que tales desastres son los efectos finales de
interminables cadenas de causas fortuitas y efectos inesperados. No, esos
resultados no pueden haber sido producidos ni contemplados con indiferencia por
un omnipotente como el de los creacionistas que sí, en cambio y según ellos, se
entromete activamente en la construcción de cada una de las cosas bellas del
universo.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Inner Harmonythrough Mindfulness Meditation’
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