El neurocientífico Marc Lewis, ex
consumidor él mismo de todo tipo de drogas y autor del libro ‘Memorias de un
cerebro adicto’, considera interesante que la serotonina haya sido en ambos
casos el blanco de invasiones culturales mayores de sustancias químicas, resaltando
que los antidepresivos de hoy buscan cambiar la experiencia humana en una dirección
opuesta a la del LSD del siglo pasado.
La serotonina (también producida en el tracto
gastrointestinal para otros propósitos) es un compuesto químico que reduce la
actividad de las neuronas donde llega, con el fin de disminuir la llegada de
datos inútiles a la mente consciente. El volumen de información que maneja el
cerebro es tan descomunal que la sobrecarga de basura nos enloquecería en
minutos si no fuera por la acción de la serotonina.
Según el Doctor Lewis, el LSD inhabilita
en las neuronas los receptores de serotonina, algo equivalente a quitar los
porteros que controlan el ingreso a un evento. Cuando esto ocurre, se nos cuela
todo el mundo al espectáculo cerebral y experimentamos, entre otras cosas, una descarga
desbocada de sensaciones, formas, colores y sonidos. Un viaje de LSD dizque genera
(no me consta) alteraciones mayores de todas las percepciones; el usuario
experimenta algo así como sueños despiertos, de una duración e intensidad mucho
mayores que la de los sueños corrientes.
Las experiencias cambian, no solo de una
persona a otra sino de un viaje al siguiente. Los sueños son, en general,
placenteros pero pueden también convertirse en pesadillas. Algunos consumidores
aseguran que la droga les cataliza trances espirituales como los descritos en
las escrituras sagradas de varias religiones. (O los hippies del siglo pasado exageraron,
o los profetas elegidos metieron algún tipo de ácido).
A diferencia de otras drogas, el LSD no es
adictivo, no parece causar daños cerebrales, y tiene baja toxicidad. Por estas ‘ventajas’,
ha sido investigado en busca de beneficios médicos, tan extensiva como
infructuosamente. El LSD, prohibido por la Convención de las Naciones Unidas
sobre sustancias sicotrópicas, parece pues ser cosa del pasado.
El Prozac, el Praxil y su larga lista de
compinches, por otro lado, son los fármacos más recetadas del mundo moderno.
Estos compuestos son “inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina”
(ISRS’s), que “dejan a la serotonina libre en vez de mandarla a la cárcel”. Los
ISRS’s intervienen para que el químico de la felicidad ande suelto por todas
partes, haciendo bien su trabajo de atajar cuantas señales haya de amenazas
imaginarias, deseos desbocados o memorias ingratas.
Gracias a estos antidepresivos, nuestro
famoso neurotransmisor no para de atajar todas las cosas deprimentes que nos
produzcan “ansiedad, angustia y desesperación”, haciendo que los usuarios se
sientan chéveres, sin necesidad de ver estrellitas danzantes o arroyuelos coloridos.
Nunca he consumido LSD buscando sensaciones
especiales y, mucho menos, espiritualidad sintética; tampoco he necesitado de los
ISRS’s para los bajones de ánimo que, creo, todos tenemos de vez en cuando. Mi
práctica de meditación satisface mis necesidades de espiritualidad y me espanta
la depresión.
Con meditación o sin ella, espero que
usted no necesite de los ISRS’s; aunque tampoco son adictivos, la gente se
acostumbra demasiado a ellos. Ahora, sabiendo ya usted de dónde viene la
depresión, cuando alguien le pregunte los motivos por los cuales está tan
aburrido, bien puede responderle calmadamente: “La culpa no es mía sino de mi sistema
nervioso central que se niega a generar suficiente serotonina”. El chismoso no
entenderá ni pío de lo que le está diciendo pero, eso sí, dejará de meterse en su
vida. Entonces usted estará muy contento.
Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente
Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente
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